Un poderoso emperador de la China, sabio y
bondadoso, se sentía muy feliz en su palacio: su pueblo era dichoso
bajo su gobierno y su hogar, un paraíso de amor y paz. Pero algo había
que le preocupaba en grado sumo. Su única hija, tan bella, como
inteligente, permanecía soltera, y no demostraba mayor interés en
casarse.
El emperador quiso encontrar un pretendiente digno de ella, para lo
cual hizo proclamar su deseo de casar a la princesa. Los aspirantes a
la mano de la joven fueron muchos; por lo menos, ciento cincuenta. Pero
la inteligente muchacha, encontró un modo de burlar la disposición que
había tomado su padre. Dijo que estaba dispuesta a casarse para obedecer
al emperador, pero muy sutilmente, pidió una sola condición para
aceptar marido: quien hubiera de casarse con ella, debería traerle una
rosa azul.
El guerrero partió acompañado de cien soldados, y aquella comitiva
armada y deslumbrante, causó una profunda impresión en el rey de los
Cinco Ríos, que temiendo un ataque, ordenó a sus servidores que corriera
a traer la rosa azul para ofrecerla al caballero que la pedía. Volvió
el criado trayendo en sus manos un estuche afelpado. Cuando lo abrió, el
guerrero quedó deslumbrado. Dentro del estuche había un hermoso zafiro
tallado en forma de rosa.
Sin duda era un presente real, y el guerrero, seguro de su triunfo,
regresó con la joya a su país. Pero la princesa movió la cabeza al
contemplar la joya. El presente del guerrero no era más que eso, una
piedra preciosa, no una flor verdadera. Aquel regalo no correspondía a
la condición exigida. Poco tardó el mercader en saber que su rival había
fracasado, y volvió a urgir a su florista para que le consiguiera la
rosa azul. El comerciante se desesperaba sin resultado alguno, hasta que
un día, su esposa, mujer llena de astucia, creyó encontrar la solución.
Nada más fácil que teñir de azul una rosa blanca, y con ello, el
mercader lograría la mano de la princesa y ellos una cuantiosa fortuna.
Imposible describir la alegría del rico mercader cuando el comerciante
de flores le hizo saber que ya había encontrado lo que necesitaba.
Corrió a la florería, tomó la flor de pétalos azules y no demoró un
segundo en llegar al palacio. Y cuando todos creían que el mercader
había alcanzado su premio, la inteligente princesa movió su bella cabeza
y dijo: Eso no es lo que yo quiero. Esta rosa ha sido teñida con un
líquido venenoso que causaría la muerte a la primera mariposa que sobre
ella se posara. No acepté la joya del guerrero ni acepto la rosa falsa
del mercader.
Pero poco después, ocurrió algo que debía hacerle lamentar su
ingeniosa treta. Comenzó a hablarse en el palacio de un joven trovador
que recorría el país entonando dulces canciones. Y una noche la bella
princesa se paseaba con una de las doncellas por el jardín del palacio,
llegó a sus oídos una dulce melodía. No dudó que se trataba del trovador
de que tanto le habían hablado, y rogó a su doncella que los llamara.
El trovador saltó el muro, y aquella noche cantó para ella sus mas
hermosas canciones. La princesa y el trovador se enamoraron, y el joven
volvió otras noches a cantar bajo sus ventanas. Cada vez mas grande fue
su amor, y el trovador quiso presentarse ante el soberano para pedir la
mano de la princesa. Entonces fue cuando la hermosa joven advirtió que
la astucia que había empleado para alejar a sus pretendientes,
impedirían que pudiera casarse con el trovador. Su padre le exigiría
también a él que trajera la rosa azul. Y ella sabía que eso era
imposible. Pero su enamorado la tranquilizó. Su amor todo lo podría.
Gran revuelo se produjo en la corte cuando se supo que un nuevo
pretendiente se sometía a la prueba de hallar la rosa azul y que se
presentaría con ella. El trovador atravesó por entre la fila de
cortesanos y damas, y llegó hasta la princesa. Tendió la mano, y le
ofreció una hermosa rosa blanca que momentos antes arrancara de su
jardín. La princesa sonrió feliz, y con el consiguiente asombro de
todos, manifestó que esa era exactamente la roza azul que ella quería.
Un murmullo de sorpresa y de indignación corrió por el salón, y hasta el
mismo emperador miró a su hija, como si creyera que se había vuelto
loca. Pero la vio tan dichosa, que comprendió todo, cortó de inmediato
las hablillas diciendo que la princesa era quien había exigido tal
condición, y que si ella, tan inteligente como todos los sabios de la
corte, admitía que la rosa que le presentaban era azul, nadie podía
dudarlo. Así triunfó el amor de la princesa china.